Rascacielos, Proyecto Literal, México DF, 2008
Por Diego Alfaro Palma
Hace unos días, sentados todos, amigos y conocidos, en el café Converso, intercambiábamos palabras acerca del beneficio o maleficio de la crítica. Hablábamos, estrellándose unas frases contra otras, sobre un libro en específico: Falso Testimonio de Juan Espinoza Alé (Beuvedrais Editores, 2005). Para mí, ciertamente, el caso era a todas luces preocupante, es decir, la inexistencia de reseñas y el ninguneo al autor de una obra considerable; los demás se encargaron de responderme. “Mejor en estos tiempos no recibir señas de aterrizaje”, creo que me dijeron; en otras palabras, mejor no hacer alarde, no esperar un solo comentario en la prensa o en los sitios de moda, mejor desaparecer sin dejar rastro, aquello es ya un salto a lo incomprensible, a lo innombrable: la obra como un acto de completa y compleja gratuidad. ¿Cuántas obras escritas en nuestro país desaparecen en el turbulento mar de la crítica, por la misma incapacidad de la crítica, por la cerrazón de la crítica? Nos faltan dedos y nos seguirán faltando. Ahora bien, acomodémonos en el asiento de al frente: ¿cuál es la sensación que nos deja un libro comentado a destajo, más allá de las intenciones mismas del autor o la editorial?
Me es difícil hablar de Rascacielos de Enrique Winter, no por la abundancia de servilletas garabateadas que han cubierto su portada negra y verde limón, sino por las exigencias –a tamaño natural- que como lector, silenciosamente, uno traza en la imaginación al desplegar la primera página. Sin embargo, si retomamos la palabra “abundancia” -tan bíblica en sus profundidades-, desnudaremos una de las grandes falencias de nuestra literatura contemporánea y que parece pertinente atacar: el exceso de revisión desapasionada, de falta completa de ahondamiento crítico (y autocrítico). Éste es el móvil que ha levantado tanto monstruo, que ha apoltronado tanto muñeco de barro en las butacas de la poesía. Dios o lo que fuere, nos libre de una vez de ese mal europeo, mejor es enviar, como en los viejos tiempos, a los poetas a la Legión Extranjera, entrenarlos en la lectura del desierto, ponerlos a trotar en medio de tormentas de arena, para que aquel “poeta joven” encuentre la vía para escapar a esa triste edad y estar, de esta manera, preparado para las batallas que demandan los tiempos.
La obra de Winter corre un peligro común a las publicaciones de nuestra generación, el riesgo de ser meramente revisada por los artificios de la facilidad, dígase por temáticas tan posmodernas y academicistas como la relación “escritura-cuerpo”, la manoseada “marginalidad” o la siempre funcional evasión política-partidista. No se puede negar que todas éstas interactúan en la escritura de Rascacielos, pero (anótese en el pizarrón), siempre, para todo autor, éstas serán más un medio que un fin en sí mismas. Si no, todo lo demás me parece una tomadura de pelo, “dulces de piñata”. Winter aquí habla de personas, vistas a la pasada, ficcionadas o conocidas en su cotidianidad. Y si hablamos de personas no podemos dejar de lado el carácter ético-estético que contiene la obra. Me parece que aquí se abre una buena brecha, un intersticio interesante para vagar por estos versos.
Ya antes del relato de Sansón, sabemos que toda fortaleza se vuelve debilidad. La fortaleza de Winter es la de ser un entrenado fotógrafo, de acertar al momento de captar una imagen, hecho que nos viene acostumbrando desde Atar las naves. El poeta de paso conoce el arte de retratar una escena, y no cualquiera, si entendemos el libro como una gran exposición de la realidad latinoamericana. No entran aquí las palabras “desarrollo” o “progreso”, sino los residuos que dejan los discursos izados desde ellas. Y la debilidad a su vez asoma desde este rincón. Se sabe a todo nivel que “el que mucho abarca poco aprieta” y esto es claro y distinto al lanzar dos o tres leídas. Muchos de los poemas sobran y este exceso no logra componer una imagen o calibrar un móvil que genere el o los sentidos a los que apunta la obra. Finalmente Rascacielos puede desbordarse por su propio título: un gran conjunto de ventanas dentro de las cuales cada uno hace lo suyo. ¿Se logra una verdadera interconexión? ¿Sirven del todo los ascensores? Casi, de vez en cuando sobresalen algunos desperfectos. Si Rascacielos hubiera sido planificado con ojo de arquitecto, de seguro estaríamos hablando de uno de los mejores libros de estos últimos diez años, y con esto no digo que los poemas sean de mala calidad, al contrario, sino que la selección de estos debió ser más inquisidora. Sin embargo, como se sabrá al echar un vistazo al libro, este exceso es premeditado. Un poema como “El cielo es más pequeño que los rascacielos” –que es un pastiche o reelaboración de versos del poemario- parece insinuárnoslo:
Él se vacía como su closet, se guarda en cajas como su ropa, carga el camión y es él lo cargado. Indistinguibles las casas de las calles de los autos, su anemia de su quiste de su sífilis. Los pobres tienen muchos hijos debajo de los focos de la calle o las estrellas, si le basta la luz azul de la tele que prende al esperar a mi padre. Y al padre ausente sólo se le imagina. Deseo y otro hijo más. Aversión y de nuevo en cama. Yo no soy mala leche. Si me ensucio, ahí no es donde me limpio: me interesa la limpieza del paño. Mi papá y yo seguimos solos, está el marco y falta la foto, la ventana abierta sin la dueña de casa. Y ese plato limpio nada dice de los comensales ni de lo cenado.
Cada vez que releo los pasajes en prosa de este poema, siento que el “portazo” que desea pegar el libro está aquí concentrado. En este instante se da aquello que Lihn había resaltado del Neruda de las Residencias: "La palabra poética desarticula ese mecanismo lingüístico obligándola a funcionar en esa región más profunda, desfuncionalizándola allí en beneficio de la lucha contra la represión a través del delirio”. En “El cielo es más pequeño que los rascacielos”, como también en “Polaca”, “Garrapatas” o “Las plumas de los pájaros”, la palabra fluye y refluye, avanza y tropieza y, siguiendo con Lihn, se “opone a las indeterminaciones de la generalidad, la resistencia de las máximas concreciones”. Lo que quiero decir con esto es que el Winter más potente es el que sobrepasa la familiaridad de los términos, es el que brinca sobre el contexto inmediato o el deseo de explicar, de ser didáctico. Cuando Winter juega con ese delirio nerudiano de las residencias, actualizándolo, moldeándolo desde su propia voz, cualquier buen lector goza con versos como:
Se casan a escondidas para que nunca le besen la boca
[Polaca]
Las ciudades/ se van a caer, piensas, se nos caen. Como marañas de los gatos/ las carreteras atan sus tejidos, son mallas/ que nos envuelven y se caen las castañas, los higos.
[Cañón de Bryce]
Miguel dice que todas las escalas. Exagera los tonos/ como si el blanco fuera la suma de los colores./ Hay un museo en su interior. Yo quiero/ subir una escalera que recorra/ los espacios vacíos de su cuerpo,/ como el pintor de brocha gorda que cubre el claro de los muros.
[Cañón de Bryce]
Mi padre nunca fue dueño de nada/ y el agua que ponía en la maleta/ la sacaba de un lago/ que no aparece ya en el mapa
[La jornada (no hay primera sin segunda)]
Y claramente desde estas instancias, más que en otras que se desperdigan sobre el libro, podemos rastrear ese relato entre sujeto y ciudad, ciudad y erotismo, erotismo y música, música y trabajo, trabajo y sujetos doblegados, es decir, observar el plano concreto de estas confrontaciones: Latinoamérica. El hablante, personaje o quien quiera que devenga en estos juegos se muestra en su completa enajenación: de su territorio, de su idioma, de su barrio, de su familia, del amor, etc. Y el narrador fotógrafo de Rascacielos logra captar mucho mejor estas alienaciones en el plano del delirio y la yuxtaposición que componen sus retratos, que en el desnudamiento del sujeto en su pura cotidianidad, en un lenguaje que roza con lo tautológico y que, por contraparte, muchas veces peca de excesiva adjetivación. En esos momentos que aplaudimos es cuando esplende la verdadera situación, la precariedad con todas sus letras, la alienación, la terrible alienación, como la caracterizaba el viejo Fromm basándose en el viejo Marx:
Y aquí creo que resuena la intención profunda de Rascacielos, la de entrar en “lo real como en tu propia casa”, en cada departamento donde los personajes están escindidos los unos de los otros, donde no hay vuelta atrás y el hablante necesita seguir avanzando, casi sin sentido aparente, pero avanzar, dar cuenta de pequeños retazos de esa incomprensión vital. Seres infelices con su oficio, con sus vecinos de población, con sus padres, con el desarrollo de sus acciones, mientras un visitante los observa y trastabilla con el lenguaje. En todo esto, descubrirá quien lea, que aquí hay una búsqueda de identificación, no sólo un ejercicio voyerista, sino una compenetración del drama social en la palabra. Y son en esos momentos, en que se habla por aquellos que han perdido en la vida todo decir, cuando resuena aquel verso de Larkin: “los suburbios, los años, han terminado por quemarte”."[La persona alienada] No se siente a sí mismo como centro de su mundo, como creador de sus propios actos, sino que sus actos y las consecuencias de ellos se han convertido en amos suyos, a los cuales obedece y a los cuales quizás hasta adora. La persona enajenada no tiene contacto consigo misma, lo mismo que no lo tiene con ninguna otra persona. Él, como todos los demás, se siente como se sienten las cosas, con los sentidos y con el sentido común, pero al mismo tiempo sin relacionarse productivamente consigo mismo y con el mundo exterior”.
En Cuarto de Revelado, n°4, Agosto de 2009
www.cuartoderevelado.cl
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